VIVIR DESDE EL EGO VS EL ALMA

El sufrimiento que nadie te explica: no es la vida, es tu mente interpretándola

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Hay un tipo de sufrimiento que no tiene nombre en los manuales clínicos, pero que acompaña a millones de personas cada día. Un dolor silencioso, que no se manifiesta en gritos ni en heridas visibles, pero que persiste incluso cuando todo parece estar bien. Ese malestar constante, esa sensación de vacío en medio de logros, vínculos o estabilidad, no se debe a lo que está pasando afuera, sino a lo que ocurre adentro.

No es depresión. No es ansiedad. No es falta de gratitud. Es sufrimiento existencial. Y lo más doloroso de este sufrimiento es que nadie te enseña a reconocerlo, ni mucho menos a desactivarlo.

El sufrimiento existencial no es el dolor de la vida. Es el dolor de no saber quién la vive. Es el dolor de estar identificado con una parte de ti que nunca estará satisfecha. Una parte que no sabe descansar. Una parte que siempre cree que algo falta.

La mente, programada para sobrevivir, no vive el presente. Lo escanea. Lo mide. Lo evalúa. Lo compara. Y en ese análisis constante, lo que es se vuelve insuficiente. Aunque tengas paz, afecto, comida o incluso momentos de plenitud, algo en ti sigue temiendo, dudando, imaginando todo lo que podría salir mal. Porque la mente no busca vivir, busca controlar. Y para eso necesita sentirse alerta. Necesita una amenaza, aunque sea imaginaria.

El ego no es el enemigo. Pero tampoco es el maestro. Es simplemente una estrategia de supervivencia que se construyó en la infancia para lidiar con el dolor, el rechazo, la falta de amor o la necesidad de pertenecer. Su tarea fue protegerte. Y lo hizo. Pero a costa de algo más profundo: tu paz. Porque para protegerte, el ego empezó a imaginar peligros que no existían. A leer rechazo donde no lo había. A construir películas enteras con base en heridas mal entendidas.

Y ahí nace el sufrimiento. No del dolor real, sino del dolor imaginado. No de la herida, sino de la historia que tejiste alrededor de ella. No de lo que pasó, sino de lo que crees que eso significa sobre ti. El ego convierte cada evento en una narrativa personal. Y esa narrativa suele estar plagada de miedo, insuficiencia, culpa y frustración.

Por eso el sufrimiento no se va cuando cambia tu realidad. Puedes tener pareja y seguir sintiéndote sola. Puedes tener éxito profesional y seguir sintiéndote fracasada. Puedes tener salud y seguir sintiéndote insegura. Porque no es lo que te pasa, es lo que crees que debería pasarte. Y esa brecha entre lo que es y lo que “debería ser” es el caldo de cultivo perfecto para el dolor.

¿Cómo se sale de ese ciclo? No con más pensamiento. No con afirmaciones positivas. No con estrategias mentales. El cambio verdadero ocurre con un gesto mucho más sutil y radical: el switch. Un giro de conciencia. Un movimiento interior que no puedes forzar, pero sí permitir.

Ese switch ocurre cuando dejas de ser la voz que habla en tu mente, y te conviertes en quien la escucha. Cuando dejas de ser el personaje de la historia, y te conviertes en el testigo que la observa. Cuando dejas de reaccionar, y empiezas a presenciar. Ya no eres la que fue traicionada, sino la conciencia que observa con ternura esa herida abierta. Ya no eres el que no logra lo que quiere, sino la presencia que abraza con compasión el deseo frustrado. Ya no eres la que no se siente suficiente, sino el alma que ve la belleza incluso en esa sensación de vacío.

Ese cambio no se puede explicar del todo. Pero se puede nombrar: rendición. No es resignarse. No es renunciar. Es entregarse al momento presente tal como es, sin exigirle que se parezca a lo que tu mente desea. Es dejar de luchar con la realidad. Es decir: basta. Es reconocer que todo está bien, aunque tu mente grite que no.

Y entonces ocurre lo impensable. Nada cambia afuera, pero todo cambia adentro. La paz no llega porque resolviste los conflictos, sino porque soltaste al que los sostenía. La calma no aparece porque desaparecieron las amenazas, sino porque ya no las estás fabricando.

Dejas de ser el ego que necesita tener razón, y te conviertes en la conciencia que simplemente observa. El juicio se disuelve. El control se relaja. Y lo que queda es un cuerpo respirando, un corazón latiendo y una conciencia habitando el instante sin condiciones.

Eso es lo que muchas tradiciones han llamado nirvana, iluminación, presencia o retorno al ser. No es un lugar al que se llega. Es un estado al que se vuelve. Y lo más revelador de todo es que ese lugar siempre estuvo disponible. Solo estaba tapado por capas de pensamientos, miedos y condicionamientos que no eran tuyos. Eran heredados. Aprendidos. Asumidos sin cuestionarlos.

No necesitas cambiar tu vida para encontrar la paz. Necesitas cambiar el lugar desde donde la estás mirando. Y ese lugar no está en el futuro, ni en tus logros, ni en la imagen que proyectas. Está aquí. Ahora. En este mismo momento. Cuando sueltas el personaje y dejas que hable el alma.

Muchas veces la gente pregunta qué hacer para llegar a ese estado. Pero ese es justamente el problema: querer hacer algo para llegar. Como si fuera un objetivo, una meta, un lugar al que se accede con esfuerzo. Y no lo es. No se trata de sumar, sino de soltar. No se trata de construir, sino de rendirse. No se trata de cambiarte, sino de recordarte.

Si estás en ese punto donde ya nada te calma del todo, donde ya hiciste lo que se suponía que había que hacer y aun así sientes que algo falta, tal vez no es que falte algo. Tal vez es que ya estás lista para mirar de frente lo que no se puede resolver con pensamiento.

No necesitas que todo esté bien para dejar de sufrir. Solo necesitas dejar de resistirte a lo que es. Y eso, aunque parezca simple, es el acto más revolucionario que puedes hacer.

Porque cuando el ego se calla, el alma suspira. Y entonces sí, la vida comienza a sentirse como un hogar.

Si esta reflexión resonó contigo, no la guardes. Compártela con quien creas que necesita leerla. No para convencer, sino para abrir una posibilidad. A veces, basta una frase dicha en el momento exacto para que el alma despierte y todo adquiera otro sentido.

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